Natividad De Nuestro Señor Jesucristo

Date: 
Viernes, Diciembre 25, 2020

CUANDO SE hubieron cumplido los acontecimientos que debían prece- der al advenimiento del Mesías, de acuerdo con los vaticinios de los antiguos profetas, Jesús llamado el Cristo, Hijo de Dios eterno, se encarnó en el seno de la Virgen María y, hecho hombre, nació de ella para la redención de la humanidad. Desde la caída de nuestros primeros padres, la sabia y misericordiosa providencia de Dios había dispuesto gradualmente todas las cosas para la realización de sus promesas y el cumplimiento del más grande de sus misterios: la encarnación de su divino Hijo.

Por aquel entonces, el emperador Augusto había emitido un decreto para llevar a cabo un censo en el cual todas las personas debían registrarse en un lugar determinado, de acuerdo con sus respectivas provincias, ciudades y fa- milias. El mencionado decreto fue la ocasión para que se manifestara al mundo entero que Jesucristo era descendiente de la casa de David y de la tribu de Judá, puesto que a todos los miembros de aquella familia se les ordenó regis- trarse en Belén, pequeña ciudad de la tribu de Judá, cerca de diez kilómetros al sur de Jerusalén, donde estuvo la casa de David. Hasta Belén habían llegado José y María, procedentes de Nazaret, población galilea situada a noventa kilómetros al norte de Jerusalén. Siglos antes, el profeta Miqueas había vati- cinado que Belén-Efrata (es decir casa del pan, la abundante), quedaría ennoblecida por el nacimiento del "regidor de Israel" o sea Cristo. Por lo tanto, María y su esposo José, en acatamiento a las órdenes del emperador para los registros del censo, hicieron la larga jornada. Al llegar a Belén, encontraron que las posadas y hospederías estaban colmadas y no era posible encontrar hospedaje. Llenos de inquietud al cabo de buscar en vano durante largo tiempo, se refugiaron en una cueva de las colinas a cuyo pie se encuentra la ciudad de Belén, y que se utilizaba como establo para guarecer al ganado. La tradición universalmente admitida afirma que en la cueva se hallaban un asno y un buey.

En aquel lugar, llegada la hora del parto, la Virgen María trajo al mundo a su divino Hijo, lo envolvió en lienzos y lo recostó en la paja del pesebre.** Dios dispuso que Su Hijo, no obstante haber llegado al mundo en la oscuridad de la pobreza, fuese inmediatamente reconocido por los hombres y recibiese los primeros homenajes de su devoción; pero ésos fueron los humildes pastores, puesto que los grandes de la tierra, los más sabios entre los judíos y los gen- tiles, los ancianos y los príncipes, los que parecían estar por encima del nivel común de la humanidad, fueron pasados por alto. Sólo algunos pastores que en aquellos momentos vigilaban los rebaños junto a las majadas, tuvieron el privilegio de ver a un ángel que se les apareció rodeado por una luz resplan- deciente. En el primer momento, los pastores se sintieron sobrecogidos por el temor, pero entonces, el ángel les habló: "¡No temáis!" les dijo. "Son buenas las nuevas que os traigo y serán motivo de gran júbilo para todas las gentes. Porque en este día os ha nacido un Salvador, que es Cristo, el Señor, en la ciudad de David. Estas son las señas que os doy: encontraréis al recién nacido envuelto en lienzos y recostado en un pesebre".

Junto con el ángel, aparecieron en el cielo multitudes de espíritus celestiales que alababan a Dios y decían: "¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buen voluntad!". Los pastores, asombrados, se dijeron entre sí: "Vayamos a Belén y veamos ese suceso prodigioso que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado". Se fueron pues, a toda prisa; y hallaron a María, a José y al Niño reclinado en un pesebre. "Y al verle, se convencieron de cuanto se les había dicho de aquel Niño. Y todos los que supieron el suceso se maravillaron igualmente de lo que contaban los pastores (pero María guardaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón)." Los pastores rindieron homenaje al Mesías como al rey espiritual de los hombres y regresaron a sus rebaños, no cesando de alabar y glorificar a Dios.

El mensaje del ángel a aquellos pastores, iba dirigido a nosotros, a "todas las gentes". Por aquellas palabras, se nos invita a adorar a nuestro recién nacido Salvador y sería necesario que nuestros corazones fuesen impenetrables a todas las cosas del espíritu, si no se colmasen de regocijo al considerar la divina bondad y la misericordia infinita que se manifiestan en la Encarnación y el advenimiento del Mesías prometido. Ya la idea y la previsión de este misterio consolaron a Adán cuando fue expulsado del Paraíso; la promesa del advenimiento endulzó la amarga peregrinación de Abraham; alentó a Jacob para no temer a ningún adversario y a Moisés para hacer frente a todos los peligros y vencer todas las dificultades, cuando libró a los israelitas de la esclavitud en Egipto. Todos los profetas vieron al Mesías en espíritu, lo mismo que Abraham, y todos se regocijaron. Si ya la esperanza dio tanta alegría a los patriarcas, ¡cuánta mayor felicidad debería darnos su realización! "La carta de un amigo", dice San Pedro Crisólogo, "es reconfortante, pero lo es mucho más su presencia; un pagaré es útil, pero su pago lo es en mayor grado; las flores son bellas, pero las supera la hermosura de su fruto. Los antiguos padres recibieron las amistosas misivas de Dios, nosotros gozamos de su presencia; ellos tuvieron su promesa, nosotros el cumplimiento; ellos el pagaré, nosotros el pago. Solamente amor nos pide Dios como tributo particular para celebrar este misterio; sólo ese pago pide a cambio de todo lo que ha hecho y de lo que ha sufrido por nosotros. '¡Hijos'!, nos llama. '¡Dadme vuestro corazón!' Amarle es nuestra suprema felicidad y la más alta dignidad de la criatura humana".

La vida en Cristo es la práctica del Evangelio. Desde el momento de nacer, nos enseña, primero a practicarlo y después a predicarlo. El pesebre fue su primer pulpito y desde ahí nos enseñó a curar nuestras enfermedades espirituales. Vino entre nosotros a buscar nuestras miserias, nuestras pobrezas, nuestras humillaciones, a reparar el deshonor que nuestro orgullo le había inflingido a Dios Padre y aplicar un remedio a nuestras almas. Y para ello, eligió una madre pobre, un poblado pequeño, un establo. Aquél que adornó al mundo y vistió a los lirios del campo con una majestad mayor a la de Salomón, estuvo envuelto en zaleas y reclinado en un pesebre. Eso fue lo que escogió como señal de su identidad. "Que os sirva de señal", había dicho el ángel a los pastores, "encontrar al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre". En todo ello hay una poderosa enseñanza. "La gracia de Dios, nuestro Salvador, había aparecido a todos los hombres para instruímos", afirma el apóstol. A todos los hombres, al rico y al pobre, al grande y al pequeño, a todo el que quiera compartir Su gracia y Su reino y, para todo eso, nos dio su primera lección de humildad. ¿Qué es todo el misterio de la Encarnación sino el más asombroso acto de humildad de un Dios? Para expiar nuestro orgullo, el Hijo de Dios, se despojó de su gloria y tomó la forma del hombre con todas sus condiciones y en todas sus circunstancias, salvo en el pecado. ¿Quién puede dejar de imaginarse que toda la creación se colmó con la gloria de Su presencia y se estremeció de júbilo ante El? Pero nada de esto pudieron ver los hombres. "No vino", dice San Juan Crisóstomo, "para sacudir al mundo con la presencia de su Majestad; no llegó entre rayos y truenos, como en el Sinaí; sino que lo hizo
calladamente, sin que nadie lo supiera".

En el año 5199 de la Creación del mundo, cuando Dios, en el principio, hizo de la nada los cielos y la tierra; el año 2957 después del diluvio; el año 2015 del nacimiento de Abraham; el año de 1510 desde Moisés y la salida de Egipto del pueblo de Israel; el año de 1032 desde que David fue ungido rey; en la sexagésima quinta semana, de acuerdo con la profecía de Daniel; durante la centésima nonagésima cuarta olimpíada; en el año 752 de la fundación de Roma; en el cuadragésimo segundo año del reinado de Octavio Augusto, cuando toda la tierra estaba en paz, en la sexta edad del mundo:

Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, con el deseo de consagrar al mundo con su arribo, concebido por el Espíritu Santo y cuando hubieron pasado nueves meses desde su concepción, nació en Belén de Judá, de la Virgen María y se hizo hombre. Ese fue el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo según la carne.

En esta forma tan solemne y detallada, el Martirologio Romano, como no lo hace para ninguna otra fiesta del Año Cristiano, ni siquiera la de Pascua, anuncia la Navidad. Sin embargo —y esto parece particularmente extraño a los pueblos sajones de habla inglesa para quienes la Navidad es la máxima fiesta religiosa del año—• esta solemnidad no figura entre las que celebraba la Iglesia primitiva y, considerada desde el punto de vista litúrgico, no sólo queda por debajo de la Pascua, sino también de Pentecostés y de la Epifanía. La con- memoración del nacimiento de Nuestro Señor con fiesta propia no comenzó hasta el siglo cuarto (antes del 336) en Roma, de donde la festividad se extendió al oriente; hasta entonces, se conmemoró la Navidad como un com- plemento secundario de la fiesta de Epifanía.

Las fechas que figuran en la cita del Martirologio Romano que reprodu- cimos arriba, no todas son estrictamente correctas desde el punto de vista his- tórico ni es posible verificarlas. En la actualidad sabemos, por ejemplo, que la creación del mundo no tuvo lugar 5199 años antes del nacimiento del Señor, sino muchísimos años más, y también tenemos conocimiento de que, posible- mente, la natividad haya sido anterior al año 752 de la fundación de la ciudad de Roma. Pero si es incierto el año en que nació Nuestro Señor, lo es todavía más la fecha del día, y autoridades respetabilísimas han colocado esa fecha en casi todos los meses del año. No se saben las razones positivas por las que se eligió el 25 de diciembre para conmemoración de esta festividad, y el caso ha sido objeto de acaloradas discusiones. La idea de que tuvo su origen en una Saturncdia romana de diciembre, no puede ser pasada por alto, pero es más probable que la festividad solar de Natalis Invicti (Nacimiento del Invicto (el Sol ) ) , que se celebraba en el solsticio de invierno, más o menos por el 25 de diciembre, haya dado origen al Día de Navidad. De cualquier manera, la costumbre romana de conmemorar el nacimiento de Cristo con una festividad especial en la fecha señalada se generalizó y así ha persistido en toda la cristiandad, con algunas excepciones aisladas. Se dice que los nestorianos no aceptaron la festividad especial hasta el siglo catorce; los armenios disidentes nunca lo han hecho, hasta hoy, celebran el nacimiento de Nuestro Señor junto con su Bautismo, el día de la Epifaní.i, y es así como los armenios separatistas son los únicos cristianos en el mundo que no festejan el día de la Navidad.

El padre Delehaye, en su comentario sobre el Hieronymianum, subraya la resistencia de la iglesia de Jerusalén a aceptar lo que consideraba como una nueva fiesta del nacimiento de Nuestro Señor, no obstante que San Juan Crisóstomo aclara en uno de sus sermones que la festividad ya había sido adoptada en la ciudad siria de Antioquía desde el año 376. Al parecer, en el siglo sexto, Cosme Indicopleustes consideraba escandaloso que no se hubiese adaptado la celebración de la Navidad en Jerusalén; pero antes de la muerte del patriarca San Sofronio, ocurrida alrededor del 638, es evidente que Jeru- salén se había conformado con las costumbres del resto de la cristiandad, puesto que así lo dijo el patriarca en uno de sus sermones. Tras el estudio del padre Delehaye, el monje Dom B. Botte publicó una discusión sistemática, y a veces excesivamente minuciosa, sobre el origen de la fiesta de Navidad, estudio éste donde el autor afirma que todas las pruebas nos obligan a admitir que la asignación de la fecha del nacimiento de Nuestro Señor al 25 de diciembre se debe a la celebración pagana del Natalis Invicti precisamente en ese día. En apoyo de esta idea, debe recordarse que mientras dominaba o prevalecía extensamente el paganismo, los cristianos, las gens lucífuga, tenían poderosas razones para ocultarse y disimular sus creencias y sus prácticas bajo celebraciones o símbolos que no llamasen la atención de sus perseguidores. Por otra parte, Mons. Duchesne sostiene que el nacimiento de Cristo se identificó con la fecha del 25 de diciembre, porque existía la creencia de que la Encarnación de Cristo había ocurrido en la misma fecha en que murió y que ambas coincidían con el equinoccio de primavera, el 25 de Marzo. También existía la creencia ampliamente aceptada de que igual fecha correspondió a la creación del mundo. De acuerdo con las investigaciones del padre Michel Andrieu, esas teorías no son enteramente irreconciliables y hay algo de verdad en ambas. El breve tratado De solstitiis et aequinoctiis, que data del siglo cuarto y sobre el cual publicó Dom Botte un texto crítico, no está en contradicción con las mencionadas sugerencias. Dom Botte coleccionó asimismo cierto número de testimonios en relación con las celebraciones paganas, en tierras de oriente, del nacimiento de un "aeon", o sea una gran divinidad, el día 6 de enero. En vista de que aquellas celebraciones estaban vinculadas con las festividades en honor de Dionisio, durante las cuales el vino reemplazaba el agua de las fuentes, es posible que hayan encontrado su expresión en las características singularmente mezcladas de la festividad de Epifanía en las que se combinaban el homenaje de los Reyes Magos, el bautismo de Nuestro Señor y el milagro de las bodas de Cana.

Cuando la peregrina Eteria visitó Jerusalén, hacia fines del siglo cuarto, la Navidad se observaba todavía como parte de la Epifanía el día 6 de enero, pero ya se daba mayor importancia al aspecto del nacimiento del Señor. Eteria describe de qué manera, en la víspera del 6 de Enero, el obispo, los sacerdotes, los monjes y el pueblo de Jerusalén, se trasladaban a Belén y hacían una estación solemne en la cueva de la Natividad. A la media noche, se organizaba una procesión que marchaba de regreso a Jerusalén mientras entonaba el oficio de la aurora. Después, durante el día, los cristianos volvían a reunirse para una celebración solemne de la Santa Eucaristía, que se iniciaba en la gran basílica de Constantino (el Martyrion) y culminaba en la capilla de la Resurrección (la Anastasis). En el siglo sexto, las festividades que se llevaban a cabo en Jerusalén, fueron imitadas en Roma. A la hora "del canto del gallo", es decir después de la media noche, el Papa celebraba la misa en la Basílica Liberiana (Santa María la Mayor), a donde fueron trasladadas las supuestas reliquias del pesebre de madera donde estuvo recostado el Niño Jesús. Después del alba, marchaban los fieles en procesión hasta San Pedro donde el Papa cantaba la segunda misa. Entre la media noche y el alba, había otra celebración en la iglesia de Santa Anastasia, junto al Palatino (véase la nota al final de este artículo). A mediados del siglo doce, comenzó a cantarse la tercera misa, la del día de Navidad, en Santa María la Mayor, debido a la gran distancia que había entre la basílica de San Pedro y la de Letrán, donde vivía el Papa por entonces. Este fue el origen de las tres misas que todo sacerdote debe celebrar en la Navidad. Estas misas se encuentran hasta hoy marcadas en el misal, con los nombres de sus respectivas estaciones: Misa a Medianoche, estación en Santa María la Mayor, junto al Pesebre; Misa a la Aurora, estación en Santa Anastasia; y Misa en el Día, estación en Santa María la Mayor. Posteriormente, se le dio un significado místico a esta conmemoración: las misas llegaron a representar la triple manifestación, la original, la judaica y la cristiana, es decir que representaron "el triple nacimiento" de Nuestro Señor: por el que procede del Padre antes de todos los tiempos, por su nacimiento natural de la Virgen María y, por su renacimiento espiritual en nuestras almas, mediante la fe y la caridad. O bien, de otra manera, se las puede considerar así: la Misa de Medianoche conmemora el eterno nacimiento de Jesús, el Verbo divino. "El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo ... En Ti está el principado en el día de tu poder ... yo te concebí en el vientre antes que al lucero de la mañana". La Misa de la Aurora contempla a Jesús como la luz verdadera, el sol espiritual. "Una luz brillará sobre nosotros en este día . . . Nos inunda la luz nueva del Verbo encarnado". Y en la tercera misa, al Niño de Belén se le honra como a Cristo el Rey, Dios y hombre. "Un niño nos ha nacido . . . lleva el reino sobre sus hombros . . . Hasta los confines de la tierra se ha visto la salvación de nues- tro Dios . . . ¡Venid, todas las naciones y adorad al Señor! . . . Justicia y juicio son los preparativos para tu trono".