XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo A

Papa: 
Francisco

Queridos hermanos y hermanas,

La liturgia de este domingo nos propone la parábola de los labradores, a quienes el propietario arrienda la viña que había plantado y luego se va. (cf. Mt 21.33 a 43). De este modo es puesta a la prueba la lealtad de estos labradores: la viña está confiada a ellos, que deben custodiarla, hacerla fructificar y entregar la cosecha al dueño. Una vez llegado el tiempo de la cosecha, el dueño envía a sus siervos a cosechar los frutos. Pero los viñadores asumen una actitud posesiva: no se consideran simples gestores, sino propietarios, y se niegan a entregar la cosecha. Maltratan a los sirvientes, hasta el punto de matarlos. El dueño se muestra paciente con ellos: envía a otros siervos, más numerosos que los primeros, pero el resultado es el mismo. Al final, con su paciencia, decide enviar a su propio hijo; pero esos labradores, prisioneros de su comportamiento posesivo, también matan a su hijo pensando que así habrían podido tener su herencia.

Este relato ilustra de manera alegórica los reproches que los Profetas habían dicho sobre de la historia de Israel. Es una historia que nos pertenece: se habla de la alianza que Dios quiso establecer con la humanidad y a la cual llamó a participar también a nosotros. Sin embargo, esta historia de alianza, como cada historia de amor, conoce sus momentos positivos, pero también está signada por traiciones y rechazos. Para hacer entender cómo Dios Padre responde a los rechazos opuestos a su amor y a su propuesta de alianza, el pasaje evangélico pone en los labios del dueño del viñedo una pregunta: «Cuando vuelva el dueño, ¿qué hará con esos labradores?» (v. 40). Esta pregunta subraya que la desilusión de Dios por el comportamiento malvado de los hombres no es la última palabra. He aquí la gran novedad del cristianismo: un Dios que, aunque decepcionado por nuestros errores y nuestros pecados, no rompe su palabra, no se detiene y sobre todo no se venga.

Hermanos y hermanas, ¡Dios no se venga! Dios ama, no se venga, nos espera para perdonarnos, para abrazarnos. A través de las “piedras de descarte”- Cristo es la primera piedra que los constructores han desechado- a través de situaciones de debilidad y de pecado, Dios sigue poniendo en circulación el «vino nuevo» de su viña, es decir, la misericordia; éste es el vino nuevo de la viña del Señor: la misericordia. Sólo hay un impedimento ante la tenaz y tierna voluntad de Dios: nuestra arrogancia y nuestra presunción, que a veces se convierte también en violencia. Frente a estas actitudes y donde no se producen frutos, la Palabra de Dios conserva toda su fuerza de reprensión y admonición: «el Reino de Dios se les quitará a ustedes y se le entregará a un pueblo que produzca los frutos del Reino» (vs. 43)

La urgencia de responder con frutos, frutos de bien a la llamada del Señor, que nos llama a convertirnos en su viña, nos ayuda a comprender qué hay de nuevo y original en la fe cristiana. Ella no es sólo la suma de preceptos y normas morales, sino que es ante todo una propuesta de amor que Dios, por medio de Jesús, ha hecho y sigue haciendo a la humanidad. Es una invitación a entrar en esta historia de amor, convirtiéndose en una viña viva y abierta, rica de frutos y de esperanza para todos. Una viña cerrada puede volverse salvaje y producir uvas silvestres. Estamos llamados a salir de la viña para ponernos al servicio de los hermanos que no están con nosotros, para sacudirnos mutuamente y animarnos, para recordarnos que debemos ser la viña del Señor en cualquier ambiente, incluso en los más lejanos e incómodos.

Queridos hermanos y hermanas, invocamos la intercesión de María Santísima para que nos ayude a ser, en todas partes, especialmente en las periferias de la sociedad, la viña que el Señor ha plantado para el bien de todos y a llevar el vino nuevo de la misericordia del Señor.

(Traducción del italiano: Griselda Mutual - Radio Vaticano)